miércoles, 5 de junio de 2013

El pájaro de fuego

En cierto reino vivía el zar Berendéi con sus tres hijos: los zaréviches Piotr, Vasili e Iván. Poseía el zar un hermoso jardín con un manzano que daba frutos de oro. El zar cuidaba mucho de este manzano: contaba las manzanas todas las noches y volvía a contarlas todas las mañanas. Y una vez advirtió que durante la noche, alguien había entrado en el jardín, pues faltaba una manzana. Lo mismo comenzó a suceder noche tras noche. El zar puso guardias en el jardín, pero nadie podía descubrir al ladrón.
Triste, el zar dejó de comer y de beber, perdió la tranquilidad y el sueño. Sus hijos le decían para consolarle:
—No te apenes, querido padre, nosotros mismos guardaremos el jardín.
Piotr, el hijo mayor dijo:
—Hoy me toca a mí vigilar el jardín.
Al anochecer fue a cumplir su cometido, pero por más vueltas que dio arriba y abajo, no descubrió a nadie. Entonces se tumbó en la hierba y se quedó dormido. Cuando despertó faltaban varias manzanas de oro.
Temprano en la mañana el zar llamó al zarévich Piotr:
—¿Me traes buenas noticias? ¿Has descubierto al ladrón?
—No, querido padre; en toda la noche no he dormido, no he pegado un ojo, pero no he visto a nadie.
A la noche siguiente fue el zarévich Vasili a guardar el jardín y también se durmió. Por la mañana faltaban más manzanas de oro.
—Hijo mío —le preguntó el zar— ¿has visto al ladrón?
—No, padre. He estado al acecho, no he cerrado los ojos, pero no he visto a nadie.
Le tocó al hermano menor, el zarévich Iván, hacer la guardia en el jardín. Por miedo a quedarse dormido, no se atrevía ni a sentarse. Si sentía sueño se lavaba con el rocío que bañaba la hierba y reanudaba la vigilancia.
A eso de la medianoche, un gran resplandor iluminó el jardín como en pleno día. El zarévich vio que un pájaro de fuego estaba posado en una rama del manzano y picoteaba las manzanas de oro.
Iván se acercó sigiloso al manzano y asió de la cola al ave. Pero el pájaro de fuego se debatió con tanta fuerza que logró escapar, dejando en la mano del zarévich una pluma de su cola.

A la mañana siguiente, el zarévich Iván se presentó ante su padre.
El zar le preguntó:
—Di, querido Iván, ¿has visto al ladrón?
—No lo he atrapado, querido padre, pero sé ya quién comete fechorías en vuestro jardín. Aquí tienes un recuerdo del ladrón. Es el pájaro de fuego.
Tomó el zar la pluma y recobró el apetito y el buen humor. Pero he aquí que una mañana se levantó con el pensamiento puesto en el pájaro de fuego. Llamó a sus hijos y les dijo:
—Queridos hijos ¿por qué no vais a recorrer el mundo hasta encontrar al pájaro de fuego? Si no lo hacéis así, cualquier día volverá por aquí a robarme mis manzanas.
Los hijos se inclinaron ante su padre, ensillaron briosos corceles y se pusieron en camino, cada uno en una dirección.
El zarévich Iván cabalgó mucho tiempo y llegó a una encrucijada. Allí, en un mojón de piedra, estaba escrito:
“Aquel que siga por el camino de en medio, sufrirá frío y hambre; el que coja el de la derecha, saldrá sano y salvo, pero perderá su caballo; y el que vaya por el de la izquierda, será asesinado, pero su caballo vivirá.”

Tras reflexionar un instante, el zarévich Iván tomó por el camino de la derecha. Cabalgó durante tres días y llegó a un bosque grande y sombrío. De pronto, un lobo gris le salió al encuentro. Sin dar tiempo a que el zarévich desenvainara la espada, el lobo degolló a su caballo y despareció en la espesura.
Quedó Iván muy entristecido. ¿A dónde podía ir sin el caballo?
—En fin —se dijo— iré a pie.
Caminó el zarévich Iván hasta que se sintió invadido de un cansancio mortal. Apenas se había dejado caer agotado sobre un tronco, cuando un gran lobo gris surgió del bosque:
—¿Por qué, zarevich Iván, te veo tan triste, tan abatido? —preguntó el lobo.
—¿Cómo no voy a estarlo, lobo gris? Me he quedado sin mi buen caballo.
—Tú fuiste quien escogió este camino. Sin embargo me da pena verte tan cabizbajo. Dime ¿qué te lleva tan lejos? ¿A dónde vas?
—Mi padre, el zar Berendéi, me ha enviado a recorrer el mundo en busca del pájaro de fuego.
—En tu buen caballo no hubieras encontrado el pájaro de fuego en tres años. Sólo yo sé dónde anida y sólo yo puedo ayudarte a atraparlo. En fin, ya que me he comido tu caballo, te serviré fielmente. Monta en mi lomo y sujétate con fuerza.
El zarévich Iván obedeció y el lobo salió disparado, cruzando como una exhalación los bosques y los lagos. Por fin llegaron a una fortaleza de altas murallas. El lobo se detuvo y dijo:
—Escúchame Iván Zarévich, y recuerda bien lo que te digo. Salta la muralla, y no tengas miedo, que toda la guardia está durmiendo. En un palacete verás una ventana en la que hay una jaula de oro con el pájaro de fuego. Toma el pájaro y guárdalo en el seno, pero ten buen cuidado de no tocar la jaula o te sucederá una gran desgracia.
Saltó el zarévich Iván la muralla y vio el palacete en cuya ventana descansaba la jaula de oro con el pájaro de fuego. Tomó el ave y la ocultó en el seno, pero quedó encandilado mirando la jaula. En su corazón se encendió la codicia. “¿Acaso puedo dejar aquí una jaula tan preciosa?”, se dijo. Olvidó el zarévich lo que le había advertido el lobo y tendió la mano hacia la jaula. Pero en cuanto sus dedos la rozaron, sonaron en toda la fortaleza clarines y tambores. La guardia se despertó, apresó al zarévich Iván y lo llevó ante el zar Afrón.
El zar Afrón montó en cólera y preguntó al zarévich Iván:
—¿Quién eres? ¿De dónde has venido? ¿De qué padre eres hijo?
—Me llamo Iván Zarévich, hijo del zar Berendéi. Tu pájaro de fuego acostumbra robar las manzanas de oro del jardín de mi padre. Entonces él me envió a buscarlo y atraparlo.
—¡Qué vergüenza! ¡El hijo de un zar metido a ladrón! Si hubieras venido honradamente y me lo hubieras pedido, te lo habría dado, movido por el aprecio que tengo a tu padre. Aunque, mira, si me prestas un servicio, te perdonaré e incluso te daré el pájaro de fuego. Pero tendrás que cruzar los veintinueve países, hasta llegar al trigésimo, donde reina el zar Kusmán, y traerme su caballo de crines de oro.

Muy triste regresó el zarévich Iván a dónde le estaba esperando el lobo gris. El lobo le reprochó:
—¡No te dije que no tocaras la jaula! ¿Por qué no me hiciste caso?
—Perdóname, por favor! ¡Perdóname lobo gris!
—¡Monta! ¡Enganchado al carro, no te quejes de la carga!
De nuevo corrió el lobo más veloz que el viento llevando encima al zarévich Iván. En poquísimo tiempo llegaron a la fortaleza del zar Kusmán. El lobo se detuvo y dijo:
—Salta el muro, zarévich Iván. La guardia está durmiendo. Ve a la cuadra y saca de allí el caballo, pero ten buen cuidado de no tocar la brida, o volverá a sucederte una gran desgracia.
Saltó el zarévich Iván el muro, aprovechando que la guardia estaba durmiendo, se introdujo en la cuadra y atrapó el caballo de crines de oro; iba ya a partir cuando vio la brida de oro que colgaba de la pared y se dijo: “¿Cómo voy a llevarme el caballo sin la brida?¡Y es tan hermosa!” Pero en cuanto tocó el zarévich la brida, al instante sonaron en la fortaleza clarines y tambores. La guardia se despertó, apresó al zarévich y lo llevó ante el zar Kusmán.
—¿Quién eres? ¿De dónde has venido? ¿De qué padre eres hijo?
Soy el zarévich Iván, hijo del zar Berendéi.
¿Y no se te ha ocurrido nada mejor que robar un caballo? ¡Pero si eso  no lo haría un simple mujik! (1)  ¡Si hubieras venido a mi encuentro honradamente, yo, por respeto a tu padre, te hubiera regalado mi caballo! En fin, zarévich Iván, te perdonaré si me prestas un servicio. El zar Dalmat tiene una hija que se llama Elena la Hermosa. Ráptala, tráela aquí y te daré el caballo de crines de oro con su brida.
Más triste todavía que antes regresó el zarévich Iván a donde le estaba esperando el lobo.
—¿No te dije, zarévich Iván —le reprochó el lobo—, que no tocaras la brida? ¿Por qué no me has hecho caso? ¡Yo me desvivo por servirte y tú lo echas todo a perder!
—¡Perdóname, te lo suplico! ¡Perdóname, lobo gris!
—En fin, monta sobre mi lomo.
Y el lobo gris partió veloz como el viento. En poco tiempo llegaron al reino del zar Dalmat. En el jardín de la fortaleza paseaba Elena la Hermosa, acompañada de sus ayas y criadas. El lobo gris dijo:
—Esta vez, zarévich, iré yo mismo a buscar a la princesa. Tú emprende el regreso, que pronto te daré alcance.
Emprendió el zarévich Iván el regreso y el lobo gris saltó el muro y se introdujo en el jardín. Se agazapó al pie de un arbusto y vio que Elena la Hermosa salía al jardín con sus fieles servidoras. Elena estuvo un buen rato paseando y, en cuanto quedó un poco a la zaga de sus ayas y criadas, el lobo la asió de sus ropas, se la echó al lomo y huyó con ella.
Iba el zarévich Iván por el camino y de pronto vio que el lobo, llevando a Elena la Hermosa, le daba alcance. El zarevich Iván se puso muy contento.
—¡Monta sin pérdida de tiempo! —Gritó el lobo—. ¡Van a perseguirnos!
El lobo corría veloz, cruzando como una exhalación bosques, ríos y lagos. Por fin, llegó con Elena la Hermosa y el zarévich Iván al reino del zar Kusmán. Preguntó el lobo:
—¿Por qué te veo tan triste y abatido, zarévich Iván?
—¿Cómo quieres que no esté triste, lobo gris? ¡Amo a Elena la Hermosa con todo mi corazón! ¿Acaso puedo cambiarla por un caballo?
El lobo gris le respondió:
—No te separaré de tu amada. Voy a transformarme en Elena la Hermosa y tú me entregarás al zar Kusman. Mientras, la princesa te aguardará en este bosque y, cuando tengas el caballo de crines de oro, vendrás a buscarla. Partid enseguida los dos, que yo me reuniré con vosotros un poco más tarde.
Escondieron a Elena en una cabaña que había en medio del bosque. El lobo dio una voltereta y quedó convertido en Elena la Hermosa. El zarévich Iván lo llevó ante el zar Kusmán. El zar se alegró mucho y dio las gracias al zarévich diciéndole:
—Te agradezco mucho, Iván Zarévich, que me hayas traído la novia. Toma el caballo de crines de oro con su brida.

Montó el zarévich Iván a lomo del caballo y fue en busca de Elena la Hermosa. La sentó a la grupa del corcel y se dirigió al reino del zar Afrón.
Mientras, el zar Kusmán se casaba. El festín se prolongó hasta altas horas de la noche. Cuando se hizo la hora de dormir el zar llevó a Elena la Hermosa a su habitación, pero en cuanto se acostó a su lado vio que el lugar de su joven esposa estaba ocupado por un lobo. El zar, espantado, se cayó de la cama, y el lobo huyó.
Dio el lobo gris alcance al zarévich Iván y le dijo:
—¡Súbete a mi lomo! ¡Déjale el caballo a la princesa!

Cuando llegaron al reino del zar Afrón, el lobo preguntó:
—¿Por qué te veo tan pensativo, zarévich Iván?
—¿Cómo quieres que no lo esté? Me da pena separarme de un tesoro como el caballo de crines de oro, me da pena cambiarlo por el pájaro de fuego.
—No te apenes, yo te ayudaré.
Llegaron al reino del zar Afrón, y el lobo dijo:
—Oculta a Elena la Hermosa y al caballo, yo me convertiré en el corcel de crines de oro y tú me llevarás ante el zar Afrón.
Ocultaron a Elena la Hermosa y al caballo en el bosque. El lobo gris dio una voltereta y se convirtió en el caballo de crines de oro. El zarévich lo llevó ante el zar Afrón. Al verlos, el zar se alegró muchísimo, salió a recibirlos y los condujo al palacio. Entregó a Iván el pájaro de fuego en su jaula de oro.
El zarévich Iván regresó al bosque, montó a Elena la Hermosa en el caballo de crines de oro, tomó la preciosa jaula con el pájaro de fuego y se dirigió al reino de su padre.
Entretanto, el zar Afrón quiso probar el caballo y organizó una cacería. En el bosque los cazadores se lanzaron tras las huellas de un zorro. El caballo de crines de oro galopaba veloz y dejó atrás a todos los demás. El caballo se encabritó, el zar saltó de la silla y cayó de cabeza en un cenagal. En lugar de un caballo con las crines de oro, fue un lobo gris el que se dio a la fuga. Cuando levantaron al zar y lo limpiaron, el lobo había desaparecido.
Fue el lobo gris a reunirse con el zarévich Iván y le hizo montar en su lomo. Al llegar al lugar donde se habían encontrado por primera vez, el lobo gris dijo:
¡Aquí degollé a tu caballo, Iván Zarévich, despidámonos, yo no puedo ir más allá!
El zarévich Iván echó pie a tierra, hizo tres profundas reverencias al lobo gris y le dio las gracias con mucho respeto.
El lobo gris le dijo:
—No te despidas de mí para siempre, zarévich, que todavía he de serte útil.
“¿Cómo vas a serme útil, si ya se han cumplido todos mis deseos?”, pensó el zarévich Iván. Luego, montó a lomos del caballo de crines de oro y prosiguió su camino con Elena la Hermosa y el pájaro de fuego.
Poco antes de llegar a los dominios del zar Berendéi al zarévich se le ocurrió descansar un rato. Llevaban consigo un poco de pan, lo comieron, bebieron agua de un manantial, se echaron sobre la hierba y enseguida se durmieron.
En cuanto el zarévich Iván se quedó dormido, llegaron al paraje aquel sus hermanos mayores. Los zaréviches Piotr y Vasili regresaban al palacio de su padre con las manos vacías. Al ver que su hermano menor, Iván, lo había conseguido todo, enloquecieron de envidia.
—Matemos a Iván y todo será nuestro —dijeron.
Y he aquí que desenvainaron sus espadas y cortaron la cabeza al zarévich Iván. Elena la Hermosa se despertó. La princesa se asustó mucho al ver muerto al zarévich Iván y rompió a llorar amargamente.
Piotr Zarévich apoyó la punta de su espada sobre el corazón de Elena la Hermosa y le dijo:
—¡No se te ocurra decir una palabra! Ahora te conduciremos a presencia del zar, nuestro padre, y le dirás que hemos sido nosotros quienes te hemos conquistado. A ti, al caballo de crines de oro y al pájaro de fuego. Si no prometes hacerlo así, te mato ahora mismo.
Elena la Hermosa tuvo miedo de morir y juró todo lo que le pidieron.
Los hermanos echaron entonces a suertes para decidir quién se quedaría con la hermosa princesa y quién se quedaría con el caballo de las crines de oro. El resultado fue que la princesa sería para Piotr Zarévich y el caballo de las crines de oro para Vasili Zarévich. Y, llevando consigo el pájaro de fuego, se pusieron en camino rumbo al palacio de su padre, el zar Berendéi.
El zarévich Iván yacía muerto en el valle y los cuervos revoloteaban sobre su cuerpo. Entonces salió del bosque el lobo gris y apresó a un cuervo y a su corvato.
—Vuela, cuervo, en busca de agua de la vida y agua de la muerte. Si las traes, soltaré a tu corvato.
Viendo que no tenía otra salida, el cuervo levantó el vuelo y el lobo quedó sujetando al corvato. No se sabe si fue mucho o poco el tiempo que estuvo volando el cuervo. Lo que sí se sabe es que trajo el agua de la vida y el agua de la muerte. El lobo tomó al pequeño cuervo y lo partió en dos. Después unió las dos mitades y las roció con el agua de la muerte, y las dos mitades se unieron. El lobo las roció con el agua de la vida, y el pájaro graznó y alzó el vuelo.
El lobo gris colocó la cabeza de Iván Zarévich sobre su cuello y la roció con el agua de la muerte. El cuerpo se soldó de inmediato. Lo roció con agua de la vida, e Iván Zarévich bostezó, se despertó y dijo:
—¡Cuan profundamente dormía!
—Tan profundamente —le dijo el lobo gris— que de no ser por mí no te hubieras despertado nunca. Tus hermanos te mataron y se llevaron a Elena la Hermosa, al caballo de crines de oro y al pájaro de fuego. Monta en mí sin pérdida de tiempo.
El zarévich Iván montó a lomos del lobo gris, y se dirigieron a toda velocidad  hacia el reino del zar Berendéi hasta llegar a la ciudad principal.
El zarévich Iván se apeó del lobo gris, despidiéndose de él para siempre. Cuando llegó al palacio, se encontró con que su hermano mayor, Piotr Zarévich, se había casado con Elena la Hermosa y, después de la ceremonia, presidía el banquete de esponsales.
Iván Zarévich entró en la sala, Elena la Hermosa corrió a él en cuanto lo vio y dijo:
—Mi prometido es éste, el zarévich Iván, y no ese malvado que está sentado a la mesa.
Al descubrir la verdad, el zar Berendéi montó en terrible cólera e hizo encerrar a los zaréviches Piotr y Vasili en una mazmorra.
El zarévich Iván se casó con Elena la Hermosa y vivieron muchos años felices, tan unidos que no podían pasar ni un minuto el uno sin el otro.


Nota
(1) El término mujik era empleado para referirse a los campesinos rusos, generalmente antes del año 1917. Antes de que en 1861 se realizaran reformas agrícolas en Rusia, los mujiks eran siervos. Después de dichas reformas, a los siervos se les otorgaron parcelas para trabajar la tierra, y se convirtieron en campesinos libres. Estos campesinos fueron conocidos como mujiks hasta 1917, cuando se produce la revolución soviética. El mujik es generalmente descrito en la literatura rusa como un ser pobre e ignorante. En ocasiones se lo presenta como un alguien perverso y corrupto. Fuente de la información: Wikipedia. La enciclopedia libre.


Aliónushka e Ivánushka (*)

Traducción de Pepín Cascarón
Había una vez dos ancianos que tenían una hija y un hijo, llamados Aliónushka e Ivánushka. Los ancianos murieron, los hijos se quedaron solos y echaron a andar por el mundo. Cruzaron un prado y luego un vasto campo, e Ivánushka, el menor de los hermanos, tuvo sed.
—Aliónushka, hermanita —dijo el niño—, tengo sed.
Espera, hermanito —le aconsejó Aliónushka—, a que lleguemos al pozo.
Siguieron caminando. El sol estaba alto, el pozo quedaba lejos, el calor apretaba y los hermanos sudaban a mares. De pronto vieron un estanque. A su alrededor pastaban unas vacas.
—Aliónushka, hermanita —dijo el niño—, voy a beber agua de este estanque.
—No bebas, hermanito —le aconsejó Aliónushka—, que te convertirás en un ternero.
Ivánushka obedeció a su hermana, y siguieron caminando.
El sol estaba alto, el pozo quedaba lejos, el calor apretaba y los hermanos sudaban a mares. De pronto vieron un río. Junto al río andaba una tropilla de caballos.
—Aliónushka, hermanita —dijo el niño—, voy a beber agua de este río.
—No bebas, hermanito —le aconsejó Aliónushka—, que te convertirás en un potrillo.
Ivánushka dejó escapar un suspiro, y siguieron andando.
El sol estaba alto, el pozo quedaba lejos, el calor apretaba y los hermanos sudaban a mares. De pronto vieron un lago, al borde del lago pastaban unas cabras.
—Aliónushka, hermanita, no puedo más, voy a beber el agua del lago —dijo Ivánushka.
—No bebas, hermanito —le previno Aliónushka—, que te convertirás en un cabrito.
Pero Ivánushka no pudo resistir más, desobedeció a su hermana y bebió de aquella agua.
En cuanto hubo saciado su sed, el niño quedó convertido en un cabrito que saltaba delante de Aliónushka balando:
—Be-e-e… Be-e-e…
Aliónushka le puso al cuello su cinturón de seda, y así lo condujo con ella, llorando amargas lágrimas.
Un día el cabrito correteando a su antojo, se metió en los jardines del zar. Aliónushka quiso atraparlo y fue tras él. Los criados los vieron y fueron a informar a su señor que en los jardines había un cabrito y con él una muchacha muy hermosa.
El zar ordenó que trajeran a la muchacha y al cabrito.
—¿Quiénes son? ¿A dónde van? ¿De dónde vienen? —preguntó el zar.
—Nuestro padre y nuestra madre murieron —respondió Aliónushka—, mi hermano Ivánushka y yo partimos a la aventura. Ivánushka tuvo sed y bebió agua del lago a cuyo alrededor pastaban unas cabras. Por ello se convirtió en un cabrito.
Al zar tanto le agradó la muchacha que decidió casarse con ella. Al poco tiempo se celebró la boda. Vivían felices,  el cabrito correteaba por los jardines y compartía la mesa del zar y su esposa.
Un día, mientras el zar estaba de caza, se presentó ante Aliónushka una hechicera, y sin que la zarina lo notara, le echó un maleficio, de modo que la joven cayó enferma. Al día siguiente, se presentó nuevamente la hechicera y preguntó a la zarina enferma:
—¿Quieres sanarte? No tienes más que ir al mar a la hora del crepúsculo y beber allí agua.
Cuando atardeció, la zarina fue al mar. La hechicera se abalanzó sobre ella, le echó al cuello una cuerda con una piedra y la arrojó a las aguas profundas. Aliónushka se fue al fondo. El cabrito acudió detrás y se puso a llorar amargamente.
Luego, la hechicera adoptó la imagen de Aliónushka, se puso sus vestidos y regresó a palacio. Todo el mundo cayó en el engaño, ni siquiera el zar se dio cuenta de nada. Pero en los jardines las flores se marchitaron, los árboles y la hierba se secaron. El cabrito, que sabía la verdad, dejó de comer, dejó de beber y se instaló a orillas del mar sin dejar de llorar.
Al verlo así, la hechicera enloqueció de rabia y empezó a hostigar al zar:
—¡Manda que degüellen al cabrito! ¡Estoy cansada de él, no quiero verlo más!
El zar no salía de su asombro ¿Cómo su esposa, que tanto amaba al animalito, pedía ahora su muerte? Pero la malvada mujer tanto insistió en el asunto que acabó por arrancarle al zar la autorización para degollar al cabrito.
La hechicera dispuso que los criados encendieran altas hogueras, calentaran agua en grandes calderas y afilaran cuchillos largos.
El cabrito se enteró de que sus horas estaban contadas y dijo al zar:
—Antes de mi muerte, déjame que vaya hasta el mar a beber un poco de agua y a lavarme las patitas.
El zar le permitió que fuera. El cabrito corrió hasta la orilla del mar, donde se puso a llamar lastimeramente:
Aliónushka, hermana mía:
ven nadando hasta la orilla.
Ya está la lumbre encendida,
ya están hirviendo las ollas,
con los cuchillos que afilan
quieren quitarme la vida…
Y Aliónushka le contestó desde el fondo del mar:
¡Ay, Ivánushka, hermanito!
Me lleva al fondo la piedra,
cubre la arena mi pecho,
mis piernas traba la hierba.
El cabrito se alejó entre sollozos. Al mediodía le pidió de nuevo al zar:
—Señor, antes de mi muerte, déjame que vaya hasta el mar a beber un poco de agua y a lavarme las patitas.
El zar le permitió que fuera. El cabrito corrió hasta la orilla del mar, donde se puso a llamar lastimeramente:
Aliónushka, hermana mía:
ven nadando hasta la orilla.
Ya está la lumbre encendida,
ya están hirviendo las ollas,
con los cuchillos que afilan
quieren quitarme la vida…
Y Aliónushka le contestó desde el fondo del mar:
¡Ay, Ivánushka, hermanito!
Me lleva al fondo la piedra,
cubre la arena mi pecho,
mis piernas traba la hierba.
El cabrito se echó a llorar y regresó al palacio. A todo esto, el zar se preguntaba extrañado, a qué se deberían las idas y venidas del animalito al mar.
En esto llegó el cabrito a pedir por tercera vez:
—Señor, antes de mi muerte, déjame que vaya hasta el mar a beber un poco de agua y a lavarme las patitas.
El zar se lo permitió, pero fue detrás de él. Así llegó hasta la orilla del mar y oyó que el animalito llamaba a su hermana:
Aliónushka, hermana mía:
ven nadando hasta la orilla.
Ya está la lumbre encendida,
ya están hirviendo las ollas,
con los cuchillos que afilan
quieren quitarme la vida…
Y ella le contestó desde el fondo del mar:
¡Ay, Ivánushka, hermanito!
Me lleva al fondo la piedra,
cubre la arena mi pecho,
mis piernas traba la hierba.
El cabrito llamó nuevamente a su hermana con voz desgarradora, y esta vez Aliónushka emergió a la superficie en medio de las olas. El zar se precipitó hacia ella, arrancó la piedra de su cuello, la sacó de las aguas profundas y la llevó hacia la orilla. La muchacha contó al zar todo lo sucedido.  El cabrito se puso a retozar loco de alegría, dio tres volteretas y se convirtió en el pequeño Ivánushka.
Cuando los tres regresaron a palacio, vieron cómo en los jardines reverdecían los árboles y la hierba, las flores brotaban nuevamente.
El zar ordenó que quemaran a la hechicera en la misma hoguera que ella había preparado para el cabrito.
Aliónushka, y su hermanito Ivánushka, vivieron contentos y felices hasta el fin de sus vidas.

Nota de Imaginaria
(*) En algunas de las versiones consultadas este cuento aparece titulado como “Hermanita y hermanito”.



Los tres caballos

Hace muchos años vivió un hombre que tenía tres hijos: uno era herrero, otro carpintero, y el más pequeño, barbero. Este se llamaba Joaquín, y como no estaba contento con su oficio, decidió ir a buscar fortuna por el mundo. Después de vagar por varios países, llegó a una ciudad donde vivía un rey que tenía unos jardines magníficos. Muchos jardineros trabajaban en ellos; pero inútilmente. Cada noche tres caballos salvajes penetraban en el jardín y destrozaban todo lo que durante el día había sido plantado. Poco duraban los jardineros en su oficio, pues al ver que su trabajo era inútil, se cansaban de trabajar y abandonaban su empleo. Cuando Joaquín llegó, había muchos puestos vacantes y decidió colocarse allí. Habló al jefe de los jardineros, y se quedó a trabajar en el jardín. Todo el día trabajó sin descanso y sus compañeros le contaron la historia de los caballos. Éste, intrigado por aquel misterio, decidió quedarse a pasar la noche en el jardín. Era valiente y no temía nada; sabía perfectamente que los caballos no hacen daño a un hombre que no les teme. El jefe de los jardineros se alegró mucho de que Joaquín se quedara a vigilar el jardín aquella noche. Éste cogió su guitarra y comenzó a tocarla, en espera de los caballos. Al poco tiempo oyó un fuerte galopar y pronto distinguió los golpes de las patas de los caballos sobre la puerta; pero siguió tocando sin dar muestras de miedo. Al poco rato no se oía más que la música de su guitarra. Los caballos se habían quedado en la puerta, escuchando aquella música extraña, sin atreverse a entrar en el jardín. Al día siguiente, el jefe de los jardineros estaba encantado de ver intacto el jardín. Los reyes y su hija, la princesa, pudieron deleitarse paseando por los jardines, que no se hallaban, como de costumbre, devastados. Durante la noche siguiente, los tres caballos salvajes volvieron a la puerta del jardín y desde allí escucharon de nuevo la música del joven. La tercera noche también acudieron los caballos y le pidieron a través de la verja unas hojas de col. Joaquín les dio a cada uno unas hojas. Entonces el caballo blanco le dijo: - Si alguna vez me necesitas, bastará que digas: «Caballo blanco, ayúdame», y acudiré inmediatamente. Luego el caballo gris le dio las gracias por las hojas de col y le hizo un ofrecimiento análogo. Igual hizo el caballo negro. Desde entonces podía llamar a cualquiera de ellos, seguro de que habría de encontrarlo al momento. A partir de aquella noche, los caballos no aparecieron más y el jardín real volvió a recuperar la belleza que desde hacía muchos años había perdido. La princesa, que era muy aficionada a las flores, se pasaba el día en él. Era muy bella y parecía una flor más. Pasó el tiempo, y sus padres decidieron casarla. Pero como eran tantos y tan apuestos todos los pretendientes, no sabía por cuál decidirse. Entonces se les ocurrió una idea: el jinete que antes subiera la escalinata de palacio y cogiera el clavel de su pelo, ése sería su prometido. Todos los príncipes y caballeros tomaron parte en la competición, pero ninguno de ellos logró llegar rápidamente hasta la princesa; los tramos de la escalinata eran tan anchos que no podían ser salvados de un salto y la mayoría caían por el suelo o subían lentamente, lo cual no tenía ningún mérito. Joaquín, que presenciaba las pruebas, se acordó de la promesa de los caballos y grito: - ¡Caballo blanco, ayúdame! Enseguida se presentó ante él, magníficamente enjaezado.
De un salto, lo montó y se lanzó a galope tendido hacia donde estaba la princesa, en lo alto de la escalinata. Subió todos los escalones con una agilidad y una rapidez sorprendente. La princesa le vio venir y reconoció a Joaquín, el joven jardinero, del que hacía tiempo estaba enamorada. Quitándose el clavel del pelo, se lo entregó y le proclamó vencedor. Todo el mundo le vitoreó; pero nadie lo conocía. Alguien aseguró que era un barbero que había abandonado su país en busca de fortuna. Las bodas fueron magníficas. Al salir de la iglesia, Joaquín oyó los relinchos de los caballos detrás de la puerta del jardín, y cuando quiso verlos, habían desaparecido.  
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Bueno... malo... ¿Quién sabe?
Había una vez un hombre que vivía con su hijo en una pequeña aldea en las montañas. Su único medio de subsistencia era el caballo que poseía, el cual alquilaban a los campesinos para roturar las tierras.
Todos los días, el hijo llevaba al caballo a las montañas para pastar. Un día, volvió sin el caballo y le dijo a su padre que lo había perdido. Esto significaba la ruina para los dos. Al enterarse de la noticia, los vecinos acudieron a su padre, y le dijeron: «Vecino, ¡qué mala suerte!» El hombre respondió: «Buena suerte, mala suerte, ¡quién sabe!».
Al cabo de unos días, el caballo regresó de la montaña, trayendo consigo muchos caballos salvajes que se le habían unido. Era una verdadera fortuna. Los vecinos, maravilla­dos, felicitaron al hombre: «Vecino, ¡qué buena suerte!». Sin inmutarse, les respondió: «Buena suerte, mala suerte, ¡quién sabe!»
Un día que el hijo intentaba domar a los caballos, uno le arrojó al suelo, partiéndose una pierna al caer. « ¡Qué mala suerte, vecino!», le dijeron a su padre. «Buena suerte, mala suerte, ¡quién sabe!», volvió a ser su respuesta.
Una mañana aparecieron unos soldados en la aldea, reclutan­do a los hombres jóvenes para una guerra que había en el país. Se llevaron a todos los muchachos, excepto a su hijo, incapacita­do por su pierna rota. Vinieron otra vez los aldeanos, diciendo: «Vecino, ¡qué buena suerte!». «Buena suerte, mala suerte, ¡quién sabe!», contestó.
Dicen que esta historia continúa, siempre de la misma manera, y que nunca tendrá un final.