martes, 31 de julio de 2012




El origen de la llama olímpica


Uno de los símbolos de los Juegos Olímpicos es la llama olímpica, o fuego olímpico. En la Antigüedad, la llama olímpica estaba estrechamente relacionada con el mito de Prometeo, quien robó el fuego a Zeus para entregarlo a los mortales; y como una forma de conmemorar aquel acontecimiento capital, los griegos días antes de que comenzaran las olimpiadas realizaban carreras de relevos, es decir, los atletas se iban pasando de uno en uno la antorcha hasta la línea de meta.
durante los Juegos Olímpicos Antiguos se promulgaba una tregua o paz olímpica, esto estaba marcada por atletas, llamados "heraldos de la paz", que anunciaban el comienzo de la "tregua sagrada", con el fin de que los competidores de las distintas ciudades Estado de Grecia pudieran viajar de manera segura hasta Olimpia.
La función de los Theócolos, altos sacerdotes, era específicamente litúrgica. Se encargaban de supervisar los templos, conservar los altares y organizaban los ritos. Al iniciarse los Juegos Olímpicos Antiguos, los distintos atletas debían llevar animales para sacrificar en honor a Zeus y se encendía un caldero llameante sobre el altar del templo de Hera, utilizando un disco llamado skaphia (una especie de espejo parabólico de la actualidad), que concentraba los rayos del sol. Esta llama permanecía encendida durante la celebración de los Juegos Olímpicos como símbolo de pureza, razón y paz..
De esta tradición, surge lo que hoy conocemos como llama olímpica, o fuego olímpico. La primera vez que se utilizó fue en los Juegos Olímpicos de Ámsterdam 1928. Y sólo recién en los Juegos Olímpicos de Berlín 1936, se realizó una carrera de relevos de atletas con el fin de transportar la antorcha con la llama olímpica desde las ruinas del templo de Hera hasta el Estadio Olímpico de Berlín; esto se llevó a cabo como una forma de relacionar los Juegos Olímpicos Modernos con sus raíces históricas.
Los Juegos Olímpicos de Invierno recién en 1952 tuvieron su antorcha, pero su llama fue encendida en Noruega por ser el país de origen del ski.
Sin embargo, desde 1964 (Innsbruck, Austria), todos los Juegos Olímpicos, tanto los de Verano como los de Invierno, encienden la llama olímpica en Olimpia y luego de transportar a la misma mediante distintos relevos llega al estadio del país en que se celebran los Juegos Olímpicos.


Fuente: http://www.culturareviu.com/articulos/deportes/origen-llama-olimpica/99673/

miércoles, 25 de julio de 2012

Taller de Literatura

Pasión y baño de un cazador de ranas


Al llegar al barrio y hacerme de amigos, lo primero que me mostraron fue las famosas lagunas. Quedé asombrado y más asombrado me sentí al descubrir, en la orilla de uno de los canales, y trepada sobre una rama, una enorme rana. Me explicaron lo que era y me dijeron que se podían pescar, aunque mis amigos decían cazar y no pescar. 
— ¿Y cómo se cazan? —pregunté, incrédulo. 
—Es muy sencillo —me dijeron—. Ahora vas a ver.                                                                                                                                                                                 Llevaba uno de ellos una varilla; amarró en su extremo un trozo de cordel de más o menos dos metros; en la punta ató un pedacito de carne que sacó de un bolsillo; saltó al otro lado de la zanja, ubicó desde arriba el lugar en que estaba el batracio y levantando la varilla fue bajando con lentitud el cordel. Nosotros observábamos. 
La rana levantó la cabeza y miró: un buen bocado. Al llegar a su alcance abrió la boca, lo engulló y empezó a tragarlo. El muchacho, que sentía en la varilla todos los movimientos que provocaba la acción de la rana, tiró de pronto hacia arriba con violencia y allá fue la rana por el aire, soltando la presa solo cuando ya era tarde: el muchacho la tomó al caer; saltó de nuevo la zanja y vino hacia mí a mostrar su presa. 
Mi asombro llegó al deslumbramiento y me convertí de inmediato en cazador de ranas.                                                                                                        ¿Cuántas cacé? Centenares quizá, centenares de ranas que llevé a mi casa, metiéndolas en cuantos tarros y depósitos encontré. No se me escaparon ni los lavatorios. Algunos tarros eran muy bajos y las ranas saltaron fuera u deambularon por la casa. Un día, aprovechando una ausencia mía, las echaron a la calle u desaparecieron regresando sin duda a las zanjas o metiéndose donde pudieron. Tuve una pataleta. Me explicaron que no me costaría nada volver a cazarlas. Les hallé razón y empecé a traerlas de nuevo. 
La segunda temporada terminó de modo violento: un día de verano, en tanto llevaba un tarro lleno de batracios, la varilla y un cordel, me hallé en la necesidad de saltar una zanja de aquellas. Habría podido caminar unos cincuenta metros y evitar el salto, pero hacía calor, el tarro pesaba mucho y, además, estaba acostumbrado a esos saltos. No podía tomarse impulso, es decir, dar una pequeña carrera; cada canal tenía, en las orillas, un borde más alto que el terreno adyacente y sólo se podía abrir un poco las piernas, recoger los músculos y confiar en las piernas. Confiaba en las mías. Tiré la varilla hacia el otro lado, me contraje cuanto pude y salí disparado.                                                                                                                                                                                ¿Calculé mal la distancia, el tarro pesaba demasiado y me desequilibraba, no estaba en forma ese día? Toqué con la punta del pie la orilla del borde contrario, el zapato resbaló y caí, hundiéndome en el agua y azotando la cara contra la húmeda pared. Allí quedé, medio aturdido, sintiendo que mis ojos estaban casi ciegos y que mi nariz y mi boca se hinchaban con rapidez. Había soltado el tarro al caer y estaba tan asustado que ni siquiera se me ocurrió llorar. El fondo del canal, lleno de fango, parecía sujetarme los pies. Mi aturdimiento duró poco: estiré los brazos, me tomé del borde y me icé sin gran trabajo. Una vez arriba, me miré: estaba mojado hasta la cintura, los zapatos se veían llenos de barro y las piernas mostraban una capa de vegetación acuática; chorreaba agua y fango. Mi nariz, que toqué, me recordó la de mi ex maestro, El Nariz de Batata. 
    ¿Qué hacer? No podía limpiarme allí ni esperar a que se me secara la ropa. Emprendí entonces el más triste de los regresos que un cazador de cualquier cosa haya hecho hacia su hogar. Al llegar a él recibí la mejor de las palizas de la temporada. Renuncié a las ranas.                                                                                                                                                                      

MANUEL ROJAS, en Imágenes de infancia.
1-    Narra alguna aventura, en 1° persona, de alguna vivencia en la que hayas tenido ganas de desaparecer.